Dirigida por Kelly Reichardt, The mastermind traslada al espectador al estado de Massachussets allá por los años setenta. Su protagonista es un carpintero en paro, con estudios en arte, que vive una vida normal, diría que apática y sin más emociones que de tener una mujer aparentemente nada problemática, unos padres con los que no congenia especialmente y un par de hijos algo particulares, nada que sorprenda al espectador. Sin embargo, por su mente deambula el deseo de acometer un robo en la ciudad en la que vive, un población de corte medio y con un perfil poco urbanita. Su objetivo son cuatro cuadros de un pintor contemporáneo y surrealista famoso. En su mente todo parece funcionar y presentarse a las mil maravillas, pero en realidad, el robo acometido por él y sus compinches termina siendo un chapucero ejemplo de como no realizar un hecho delictivo de esa entidad. Todo lo que viene después, marca las consecuencias de un acto calibrado por un hombre que, en realidad vive adocenado y fuera de ese entorno al que cree no pertenecer pero del que es heredero por propios méritos.
La película trascurre de manera lineal y paralela a las vivencias de una sociedad que sirve de escenario a una guerra de Vietnam que ha llevado al país a una importante crisis de identidad y de confrontación, algo similar a lo que le sucede al protagonista, en ese desarrollo personal que surge desde el proyecto del robo hasta sus últimas consecuencias. En su camino se encuentra y cruza con una serie de personajes tan perdidos y perdedores como él, enclavados en lugares y escenarios cada vez más esquivos, oscuros y solitarios. Ese deambular por carreteras y moteles, planteados de una manera aparentemente plana y tomándose su tiempo de exposición en la pantalla, marca el ritmo y una escena personal y social más profunda y compleja de lo que aparentemente parece mostrar. Ese es el acierto de este film, su perfil dramático propuesto de manera sencilla y casi ordinaria en su presentación y, que sin embargo, esconde o más bien se traslada al espectador, una vez terminada la película, de una mirada reveladora y especialmente potente. Esa capacidad remarcada por un final sorpresivo pero quizás esperado, remarca la inteligencia de la directora en su capacidad de mostrar lo aparente entre lo normal, lo crítico entre lo ordinario, lo terriblemente enfermo entre lo casi heroico. Porque es cierto que, comenzada la peli, el protagonista se presenta como un idealista, un Robin Hood que pergeña un robo sin conocer muy bien el fin de realizarlo, del que parece pueda encariñarse el espectador, para pasar a convertirse en un pastiche decadente y solitario, en un símil buscado de la sociedad que sirve de escenario a la película.
Su protagonista, Josh O´Connor, sigue demostrando su acierto en participar producciones independientes interpretando a personajes peculiares, en este caso con cierto parecido físico y mental a aquella maravillosa encarnación del personaje de La quimera de Alice Rohrwacher. Su devenir a lo largo del metraje, muestra en qué se convierte un sueño ideado en su mente cuando la realidad le golpea sin piedad y lo muestra como el personaje solitario y en la crisis que realmente esta imbuido. Ese deambular se marca con fuerza en la mente del espectador que le acompaña hacia quién sabe donde, mientras el protagonista se niega a ver lo que sucede a su alrededor, ya sean las inevitables consecuencias del robo realizado o la candente situación crítica del país, convirtiéndose todo ello en un elemento más del destino le depara.
El actor se acompaña de una serie de actores y actrices propios del mundillo cinematográfico más indie, pero también a veces partícipes de algunas producciones más para el público generalista. Me refiero a Alana Haim, Bill Camp, John Magaro o Gaby Hoffman, todos ellos meros acompañantes, pero impecables en su sentido formal y de cimentación de una película notable. Todo ello se consigue además, gracias a una magnífica ambientación de aquellos años setenta, no solo en lo formal y escénico, sino también en lo social e incluso en lo ambiental. Llama la atención la fotografía propuesta, llena de ruido y matizada visualmente, que no presenta brillo ni colores vivos en un símil brillante de la mente del protagonista en su evolución y de la sociedad escénica de aquellos años. Una peli que hay que ver con calma y digerir poco a poco, ahondando en su sentido escénico y social, para después deglutir y masticar de nuevo, para disfrutarla con todos sus matices buscados.




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