
Hará cosa de veinte años, me encontraba rebuscando en una tienda de chamarilería de la conocida plaza de San José de Pamplona, cuando di con media docena de libros, prácticamente destrozados, de bonitas tapas duras, elegantemente decoradas. Los ojeé en ese afán de husmear y encontrar algún tesorillo que valiera la pena, cuando me encontré con una serie de relatos escritos por Rudyard Kipling. Correspondían a una edición de los años cuarenta de ediciones La Nave y al estar bastante estropeadas, el propietario de la tienda me los dejó en un precio casi regalado. No tardé mucho en leerlos. Guardo estos ejemplares como un auténtico tesoro. Entre sus páginas estaba el cuento que hoy reseño en mi publicación número dos mil de mi blog. Hace unos meses me llevé una gran alegría cuando me enteré que Ediciones Fórcola, una de esas rarezas editoriales inigualables y con aroma a cultura, lo clásico y amor a la literatura, iba a publicar una nueva traducción de este maravilloso relato.