Un joven inglés, llamado Arthur, acaba de salir de la cárcel. Tras deambular por las carreteras y caminos de un lugar indeterminado de Italia, posiblemente localizado en tierras de Umbría o Toscana, se le acerca un coche conducido por un viejo conocido. Tras algunos dimes y diretes, Arthur y el italiano se reúnen con un grupo heterogéneo de pícaros y ladronzuelos. ¿Cuál es el nexo común entre estos personajes que lindan el mundo de la caricatura y el esperpento? Nada más y nada menos que la búsqueda y el expolio de antiguas tumbas etruscas, tan prolíferas en aquella zona de Italia.
Arthur tiene un don especial. El de encontrar estas tumbas cual zahorí buscador de aguas subterráneas. En ese deambular por los campos poco vigilados por los carabinieri de turno, Arthur evoca recuerdos de un amor perdido del pasado, tan ligado a su búsqueda de tesoros arqueológicos como pudiera ser la noción tradicional de la quimera, aquello que se propone a la imaginación como posible o verdadero, sin serlo, según la Real Academia de la Lengua. Pero en este caso, la realidad y el ensueño parecen querer buscarse en el escenario de una Italia posiblemente localizada en los años ochenta, en la que el pillaje y la picaresca, acompañada de poderosos intereses relacionados con el tráfico ilegal de patrimonio arqueológico, juega y trastea con los pensamientos y sentimientos encontrados de Arthur en esa contradicción tan humana, entre lo deseado, lo amado, lo escondido y lo perdido. Esta metáfora tan propia de los clásicos, en un delicado equilibrio entre la búsqueda de tesoros que podrían sacar de la pobreza a aquella banda excéntrica de pillos y la pasión por lo que está por ser encontrado y reencontrado, en la oscuridad de la tierra, se presenta al espectador como si de una fábula esperpéntica se tratara, tanto en lo humano como en lo puramente artístico.
En ese viaje de búsqueda, Arthur encuentra, además de a sus compañeros de andanzas, una gran casa en la que vivió y conoció a su amor perdido, en donde vive una señora que lo protege, cual Atenea protectora. Una serie de hijas trepas y todas casualmente pelirrojas, la rodean, mientras a aquella mujer, interpretada por Isabella Rossellini, la acompaña una joven inmigrante que aporta una bonita trama paralela a la que ahonda en el personaje de Arthur. En ese mundo alternativo y paralelo, las mujeres, en un universo evocador de la civilización etrusca, conforman los pilares de las historias trasladadas al espectador, en un hermoso y triste viaje alineado al hilo vital de un Arthur perdido, peregrino, deambulante, sin rumbo fijo. Mientras la pobreza y la picaresca de los escenarios en los que se mueven los protagonistas rodean las tramas tan profundamente humanas, un halo de misticismo y de honda melancolía adorna esta película diferente. Por momentos reconozco aquella Italia que Fellini compartió en La strada o Las noches de Caviria, entre otras.
Alice Rorhwacher ha construido una hermosa y evocadora película en la que temas tan heterogéneos como el amor, la pérdida, la arqueología y el contrabando, se aúnan en aquella Italia rica en patrimonio y personajes fulgurantes y tan carismáticos, en un asombroso juego entre la realidad y ensoñación. El resultado es una auténtica delicia, siempre que el espectador se deje embaucar por la presentación del mito y la fábula planteada. Todo lo cual no funcionaría sin la capacidad interpretativa de un extraordinario Josh O´Connor en el papel de Arthur. La quimera está llena de escenas hermosas y fabuladoras. Todas las que se suceden en el espacio interior de los trenes que aparecen en el metraje o las que que nos muestran la búsqueda y el descubrimiento de algunas de las tumbas etruscas, además de las ensoñaciones de Arthur mostrando a su amada, embelesan al espectador y terminan por reencontrarse y cerrarse en uno de los epílogos cinematográficos más hermosos que he visto en los últimos años.
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