Siempre he tenido a Jack London como una gran novelista. Si de crio disfruté de los clasicazos Colmillo blanco y La llamada de la selva, ya con cierta edad paladeé dos de sus grandes novelas, El vagabundo de las estrellas y El lobo de mar, ambas sumergidas narrativamente en el profundo y complejo devenir del alma humana. Sin embargo, en muchas ocasiones había leído que el gran aventurero y escritor estadounidense era un crack en cuanto a sus relatos se refiere, especialmente aquellos ambientados en Alaska, en aquellos heladores y peligrosos territorios que exploró en sus años en los que ejerció de buscador de oro. Dicho y hecho, hace unos meses me hice en una librería de viejo, con este ejemplar de la estupenda Editorial Eneida en el que se recopilan ochos relatos que, francamente, han cimentado mi amor literario por este grandísimo contador de historias tan humanas como extraordinarias.
En todas ellas, una serie de personajes, viejos tramperos y emprendedores aventureros, viven situaciones extremas en un territorio salvaje en el que el frío, las fieras y, sobre todo, el propio pensar y sentir de los protagonistas, les sitúan al límite de la supervivencia. En cada uno de los relatos se muestra cómo en estas situaciones, donde los propios protagonistas conocen sus limitaciones y los peligros que les acechan, les llevan a apostar por ir más allá de sus propias posibilidades de supervivencia en un órdago por encontrar riqueza y reconocimiento, en algunos casos y, luchar contra la propia adversidad presentada para salvar la propia vida, que ya por si es un tesoro preciado a proteger en aquellas cotas de extremos vitales.
London muestra en todos y cada uno de los relatos el terrible sacrificio y sufrimiento, tanto físico como mental, que desbordan las travesías de aquellos quienes solo buscan sobrevivir en los trayectos que les apuntan hacia la obtención de su reto personal, ya sea en forma de caza, oro o plata, o simplemente en el camino hacia el lugar o refugio que les consolide en su supervivencia. Quien no lo consigue muere en términos terribles. El hambre, las congelaciones o la pérdida del sentido o la orientación, terminan por llevar a algunos hasta máximo sufrimiento, hasta ese sueño eterno con el que acaba su vida. Otros, sin embargo, en su afán por sobrevivir, a veces alcanzan esa meta buscada, sacrificando no solo miembros de su propio cuerpo, sino también compañeros en su trayecto. Ese afán, en ocasiones, saca lo mejor y lo peor del protagonista, sacando a la superficie actos de humanidad o reacciones egoístas que hacen que, en su sufrido y doloroso camino, no mire atrás en sus actos.
Otros permanentes protagonistas de estos relatos son los inevitables perros que acompañan, como meros instrumentos de tiro o carga, a aquellos quienes los llevan a surcar peligrosos caminos y travesías. Aquellos animales se enzarzan en un pulso por dominar a sus compañeros de trineo, hasta límites insospechados. Aquel que muestra la menor debilidad servirá de comida al resto, mientras sus dueños los esclavizan a base de latigazos entre hielo, frío, tempestades y las sombras de sus primos hermanos, las jaurías de lobos, tan hambrientos o más que ellos. En conjunto, humanos y animales, con el invitado inevitable del territorio, la naturaleza y las terribles inclemencias meteorológicas, participan en un juego extremo entre la vida y muerte, en el que London saca a palazos toda la humanidad e inhumanidad que se concentra en aquellos solitarios y pendencieros seres. Las descripciones de todos ellos y los escenarios que les rodean implican al lector hasta la última gota de sangre, en una juego narrativo exquisito y contradictoriamente bello, en ese sufrimiento terrible de todos ellos. Imprescindible London, imprescindible.
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