"Dias de vino y rosas" es una de esas películas que, tras verla en la televisión hace muchos años, quedó marcada en mi retina como algo imperecedero y especial. Entra en mi personal lista de películas como una obras de arte cinematográfico imprescindibles. Con esta premisa, hace falta explicar poco del argumento del film dirigido en 1962 por Blake Edwards. Un joven que trabaja de relaciones públicas en una empresa de publicidad, conoce en una fiesta que ha preparado para uno de sus jefes, a una guapa secretaria. La vida de este muchacho, encarnado por Jack Lemon, se mueve de fiesta en fiesta, en las que el alcohol juega una baza importante a la hora de entonar a los invitados como nexo de unión con su trabajo de relaciones públicas. Al sentirse atraído por la secretaria, encarnada por Lee Remick, la invita a una copa introduciéndola en el consumo del alcohol, para ella antes desconocido. A partir de este momento, la película circula entre los altibajos, entradas y salidas de la pareja en el terrible, profundo y oscuro universo del alcoholismo.
Blake Edwards se lanza al vacío sin red, apostando por una cruda película en la que ambos protagonistas deben sumergirse en un mundo entonces casi tabú, en el que el alcohol estaba más aún al orden del día que en la actualidad, una época en la que, como podemos ver en las películas de entonces, la copa de whisky al llegar a casa después del trabajo o durante la jornada laboral, según en que estamentos, estaba al orden de día. No hay más que disfrutar de las temporadas de la estupenda Mad Men para darse cuenta del altísimo índice de consumo de aquellos años cincuenta y sesenta. El torpedo que lanza el director al consumo de alcohol es brutal, seco, mortal. Para ello, realiza una gran apuesta en la elección de sus intérpretes, especialmente, en el papel encargado a Jack Lemmon. Tras protagonizar dos de sus más conocidas y famosas películas, "Con faldas y a lo loco" y "El apartamento", ésta última no tan desligada de la que hoy reseño, el actor, apostó por un cambio rotundo en su tradicional rol humorístico, desafiando su meteórica carrera con un papel muy complejo y especialmente duro. Acertó de pleno, con una extraordinaria interpretación, a la que acompaña una sobresaliente Lee Remick. Ambos recibieron sendas nominaciones a los premios Oscar de aquel año y ganaron sendos premios en el Festival de San Sebastián.
A lo lago de la película y gracias a un espléndido montaje y no menos interesante guion, Edwards nos presenta los momentos dulces de la primera época de la pareja, en la que las fiestas, cenas y copas, acompañaban una vida sin demasiadas complicaciones, incluidas sus borracheras, aparentemente inocentes. Sin embargo, el abuso de la bebida se complica cuando tienen una hija y el hecho de beber ya no es una parte importante de la vida de la pareja. A partir de ese momento, el guion nos lleva de viaje por un infierno de resacas, desencuentros, esperanzas y esfuerzos por dejar el alcohol, incluso la experiencia de acudir a la búsqueda de ayuda a la naciente Asociación de Alcohólicos Anónimos, o las inevitables y terribles recaídas, tan crudas para el espectador.
"Días de vino y rosas" es de esas películas que parecen intemporales, además de enfrentarse de manera dramática a ciertos roles sociales complejos. Siempre la comparo con la brillante "El hombre del brazo de oro" en la que se plasma el tema de la adicción a la heroína, con una memorable interpretación de Frank Sinatra. Ambas películas se enfrentan con gran dureza y realismo a complejos temas contemporáneos. Y lo hacen bajo la imagen del blanco y negro, aportando oscuridad, luces y sombras, y no poco realismo noir. Y no cabe duda de que Edwards acertó con una de sus películas clásicas más logradas, tanto con la elección de sus actores y, como no, con su visión más dramática como director. Especialmente recomendable, por su dramatismo y crudeza, acompañada de cierta esperanza. Hay que verla sí o sí, aunque cueste.