Más conocido por sus interpretaciones como actor en películas como Funny Games, en la versión de 2007 de Haneke, Melancolía de Lars von Triers, o la miniserie titulada Olive Kitteridge, Brady Corbet, tiene una corta y casi desconocida biografía como director de cine. Esta situación se ha visto totalmente transformada tras el estreno de la película de la que hoy hablo en ésta tu casa. The Brutalist es sin duda la película del momento y es una producción que ha venido para quedarse y formar parte de la historia del cine, por muchas razones, que pasaré a comentar a continuación. También debo decir, que no es una película nada fácil y entiendo que haya muchos espectadores que no no puedan con ella. Su propuesta claustrofóbica, a nivel de sentimientos, y la brutal tensión asumida en la mente del protagonista, en un entorno aparentemente liberador pero salvajemente opresor, unido a la estética absolutamente cinematográfica, en el sentido más puro de la palabra, de sus imágenes, fotogramas, escenas milimétricas y esa manera tan personal y envolvente de filmar, pueden apabullar, sobrepasar e incluso molestar a parte del público. Sin embargo, no puedo estar más en desacuerdo con esas peregrinas y posibles aseveraciones. Paso a comentar mis opiniones y sensaciones, maduradas una semana después de disfrutar de ella al ciento por ciento.
La trama gira alrededor de un joven arquitecto búlgaro de cierto éxito, educado en la escuela Bauhaus y emigrando a los EEUU tras la Segunda Guerra Mundial, en la que fue separado de su mujer y una sobrina, en la cruel persecución y aniquilación nazi realizada sobre los judíos. Como superviviente y malviviendo con un primo en la ciudad de Filadelfia, Lázslo Toth emprende la búsqueda de una nueva vida en suelo estadounidense, mientras espera la llegada al país de su esposa y sobrina. Tras cierto desencuentro con su primo, el protagonista conoce a un excéntrico empresario del acero que se ha hecho millonario durante la guerra, en la que podríamos denominar la nueva clase de ricos dedicados a la gran industria metalúrgica estadounidense. Tras diseñar, en un comprometido equívoco, la biblioteca de este empresario, llamado Harrison Lee van Buren, Toth se compromete a construir un gran edificio destinado a recordar a la madre del peculiar filántropo. Sin embargo, esta relación se complica en una clara línea divisoria marcada por la clase social y la religión, y la llegada de la esposa del arquitecto.
La trama no tiene una base histórica como tal, ni se basa en ningún personaje en particular, pero es cierto que asume en su presentación la realidad de aquellos arquitectos que huyeron de Europa con la firme idea de plasmar sus creaciones en el Nuevo Mundo, tal como sucedió también en el mundo del cine o en otras realidades y oficios que plantaron sus raíces en los EEUU. Corbet aprovecha esta situación tan peculiar y propia de finales de los años cuarenta y la década de los años cincuenta, especialmente, para mostrar de una manera tan peculiar y tan puramente cinematográfica, las grandes quiebras y diferencias entre aquellos emigrantes heridos por la guerra y la persecución, ante sus patronos, miembros de una nueva y poderosa clase social de empresarios y nuevos millonarios. El servilismo y los caprichos se intercambian entre arquitecto y empresario, para terminar por mostrar lo más oscuro y escondido de sus vidas, llevado al extremo, en mi opinión, en la escena más escabrosa de la segunda mitad de la película, en el que quizás sea su mayor y puntual hándicap. Sin embargo, esta malsana relación, en la que se mezclan los opiáceos, el alcohol y el sexo, se intercala con la maestría y la inteligencia vital, casi necesaria para respirar y sobrevivir, de Toth, en su visión de los espacios, las luces y los vacíos en una arquitectura realizada para perdurar. Es aquí donde el director introduce la figura de la esposa del arquitecto, un personaje anclado en el pasado dentro de la mente de éste, mostrando su figura como un deseo alcanzado pero quizás sobrevalorado, en los sentimientos de quien a pesar de su reencuentro, no alcanza la plenitud de su vida, sino más bien, en la consecución de su obra maestra, el proyecto encargado por van Buren.
Esta situación tan contaminante para Toth, guía al espectador por el transcurso de la historia de un país y particularmente del estado de Pensilvania, desde el punto de vista de su calidad de vida y su afán constructivo, en un entorno que ha medrado alrededor del acero y el crecimiento del sueño estadounidense, mientras la Guerra Fría y los vaivenes económicos influyen sobremanera en la vida de quien vive dentro de una burbuja estresante y apabullante, alrededor de la construcción del gran proyecto de Toth. Todo resulta venenoso, frío, engañoso y particularmente desgarrador en la destrucción personal de los protagonistas, mientras un país crece, sin olvidar el origen judío y europeo de quienes buscan una nueva vida bajo el ala de la nueva aristocracia estadounidense. Lo que está claro que esta peli tan maravillosa y a la vez sorprendente, pivota sobre tres pilares insondables en todo su metraje: religión, arquitectura y economía, con todo lo que esto implica en la situación de la posguerra en los EEUU.
Si bien la trama con sus rincones, ramificaciones, sustancia y evolución, forma parte importante de este gigantesco film, hay que acercarse con curiosidad y asombro al aparato técnico y visual de esta producción que, de primeras asombra por su metraje de tres horas y media. Para empezar, a la hora y cuarenta minutos hay un descanso en la peli, que la divide en dos partes, sino diferenciadas si particularmente divergentes en cuanto a la situación de sus protagonistas. Una foto en la pantalla separa ambas partes y justifica a su vez, el reencuentro de Toth y su esposa, mientras un reloj cuenta los quince minutos de obligado descanso. El film, desde su inicio, con un plano secuencia casi a oscuras dentro del barco que ha trasladado al protagonista al puerto de Nueva York, ya nos indica el sentido de una producción donde el ojo del director utiliza la cámara constantemente para mostrarnos las luces y las sombras, personales y profesionales, que enmarcan el devenir del arquitecto. De ahí la marcada tendencia del director en mostrar al espectador planos imposibles, escenas perfectamente cuadradas, primeros planos que taladran los sentimientos de los personajes, entornos magníficos y visiones arquitectónicas apabullantes. La belleza visual casi espeluznante que muestra la cámara no miente visualmente hablando, pero muestra sin tapujos lo mejor y lo peor de la micro sociedad que encuentra y reconoce en la pantalla. Escenas impresionantes y ya imperecederas, como la situada en el barco que ya he comentado, o la de la biblioteca del rico empresario, o la construcción del brutal proyecto arquitectónico o las canteras de Carrara en Italia, se intercambian con aquellas definidas en los micro espacios casi sin decorar y absolutamente miserables en donde el director analiza el dolor, la desesperanza, el desasosiego de Toth y su esposa, mostrando su indudable maestría. Si unimos una muy presente banda sonora compuesta por Daniel Blumberg y la impresionante fotografía de Lol Crawley, todo suma, acomodando en su metraje su profunda y personal trama, la apabullante y magnífica técnica y, cómo no, las interpretaciones a considerar a continuación.
Porque el trabajo en particular de Adrian Brody resulta inmenso, sentido y curiosamente relacionado con el que realizó en El pianista de Polansky, incluso en un trasunto de continuación, si no fueran ambos personajes de diferentes países y dedicaciones artísticas. Brody encarna con verosimilitud y dureza, un personaje castigado internamente en su afán por construir no solo su proyecto arquitectónico sino también una vida destruida en su pasado y contradictoria sentimentalmente en su reencuentro con su esposa, componiendo un complejo y enigmático personaje. Por otro lado, tenemos al industrial y empresario van Buren interpretado por un magnífico Guy Pearce, en su tratamiento caprichoso y pretencioso de quien pertenece a una nueva clase social de ricos, en su afán por dejar una huella cultural y fundacional de su paso por Pensilvania a cuenta del arquitecto, mero instrumento de sus sueños y caprichos tan mutables como casi siempre pendientes de una economía tan fluctuable como insegura. Todo para mostrar en la segunda parte del film, lo vil y clasista de su personalidad, más allá de su holgada economía. Y además, tenemos a aquella mujer y esposa llegada del infierno de Europa, siendo otra mujer diferente y afectada por los traumas de los campos de concentración, que interpreta una estupenda Felicity Jones, conjugando ese triángulo terrible y desasosegante de personajes que completan, junto a unos secundarios notables, el escenario de una compleja, monumental, en su presencia y esencia, película llamada a marcar una huella indeleble en la historia del cine del siglo XXI. Una película que noquea en su visionado, que asombra en su presentación y que acongoja en la historia de sus personajes. ¡¡¡Bravo!!!
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