1809. Napoleón y Alejandro I especulan con ampliar sus dominios a hacia Asia Central y la India británica. Mientras en Afganistán, paso obligado y frontera natural a las puertas de la Joya de la Corona, reina Shah Shuja, líder de la línea pastún de los sadozai. Transcurrirán treinta y tres años hasta que tenga lugar en Afganistán, una de las grandes derrotas en la historia del Imperio Británico. A lo largo de este tiempo este país inconexo geográficamente, variopinto en costumbres, tribus, clanes e intereses, formará parte del llamado Gran Juego, en el que Rusia e Inglaterra participarán en una gran partida de ajedrez por influenciar Asia Central.
El historiador escocés, William Dalrymple, ganador de un buen número de premios por sus ensayos publicados, afronta este periodo histórico en base a fuentes tanto británicas como afganas. Su mirada histórica analiza los factores estratégicos, económicos, militares y políticos que llevaron a la Compañía de las Indias Orientales a intervenir en la política interna de Afganistán. Los intereses de los británicos en los asuntos fronterizos y geopolíticos del territorio afgano, llevaron a promover una invasión en 1839 para apoyar el regreso de Shuja Shah, expulsado de su trono, años atrás. El detonante de semejante actuación fue la presencia rusa en Asia Central, Persia y sobre todo en Kabul, en torno a líder Barakzai, Dost Mohammed Khan, artífice de la expulsión de Shuja Shah y ocupante del trono afgano. La fuerte rusofobia de algunos de los líderes británicos así como la tendencia a pensar que las tribus afganas eran meras mesnadas salvajes fácilmente controlables por la política intervencionista y militar de la Compañía, llevaron a intervenir en el país y ocupar Kandahar, Jalalabad, Gazir y Kabul. William Dalrymple ahonda en la dificultad apreciada desde el inicio de la invasión en someter a un país plagado de tribus y clanes. La previa situación de tranquilidad en el reinado de Dost Mohammed hacía innecesaria semejante intervención a ojos de algunos británicos como el famoso Alexandre Burnes, agente estacionado en Kabul. Sin embargo, el miedo a la influencia de Moscú en la zona, la apuesta por Shuja Shah y la promesa de devolverle al trono afgano, formalizaron el inicio de la estancia británica en Afganistán y su posterior debacle.
Los intereses del Gobernador en India, conde de Auckland, la nefasta administración de MacNagthen en Kabul y la incomprensible elección de un enfermo y anciano Elphiston, como comandante en jefe de las tropas de la invasión, llevaron a cabo una intervención, plena de problemas y dificultades de principio a fin. Tras entrar en Kabul el 7 de agosto de 1839, la huída de Dost Mohammed y la entronización de Shuja Shah, Afganistán le costó a la Compañía mucho dinero, sangre, sudor y lágrimas. Si bien dominaban los grandes centros urbanos, los pasos, las pequeñas poblaciones y los campos eran campo de cultivo de rebeliones, emboscadas y guerrillas. Por otro lado la inicial ayuda de los Sijs de Rhanjit Sijh se desbarata tras la muerte de este al inicio de la invasión. La presencia británica en Kabul tuvo mal recibimiento por los afganos. El trato con los lugareños y los distintos clanes, la alteración del orden tradicional afgano en cuestión administrativa y tributaria, la difícil relación con las mujeres afganas y los intereses de las distintos tribus, entre otras cosas, no hizo más que complicar la situación. Además, los emplazamientos británicos en la capital fueron mal elegidos y la influencia de Shuja no era todo lo sólida que se pretendía.
En 1840 Dost Mohammed proclama la Yihad contra los invasores, pero será más adelante su hijo Akbar Khan quien liderará definitivamente la rebelión. En noviembre de 1841 la situación era ingobernable en Kabul. Burnes es asesinado y los emplazamientos británicos asediados. MacNagthen sigue sin reconocer la situación, lo que le terminará llevando también a la muerte. El 6 de enero de 1842, tras abandonar a Shuja Shah, la columna de militares y civiles; cipayos, europeos y afganos; hombres, mujeres y niños; sale de Kabul. Las consecuencias no hay más que leerlas en los libros de historia. El desastre de la columna será vengado meses después con la segunda invasión organizada para recuperar el prestigio perdido, pero tras el paso implacable de los occidentales, la historia se repetirá. Shujah será asesinado, Dost Mohammed será de nuevo el rey afgano y los barakzai liderarán el país. La historia muchas veces se define por su repetición. En sus últimos párrafos Dalrymple afronta el paralelismo, salvando ciertas distancias, existente entre aquella primera invasión británica en Afganistán, con las posteriores intervenciones de Rusia en 1980 o de EEUU y Gran Bretaña desde 2001. Las consecuencias terminan casi siempre siendo las mismas.
El historiador escocés, William Dalrymple, ganador de un buen número de premios por sus ensayos publicados, afronta este periodo histórico en base a fuentes tanto británicas como afganas. Su mirada histórica analiza los factores estratégicos, económicos, militares y políticos que llevaron a la Compañía de las Indias Orientales a intervenir en la política interna de Afganistán. Los intereses de los británicos en los asuntos fronterizos y geopolíticos del territorio afgano, llevaron a promover una invasión en 1839 para apoyar el regreso de Shuja Shah, expulsado de su trono, años atrás. El detonante de semejante actuación fue la presencia rusa en Asia Central, Persia y sobre todo en Kabul, en torno a líder Barakzai, Dost Mohammed Khan, artífice de la expulsión de Shuja Shah y ocupante del trono afgano. La fuerte rusofobia de algunos de los líderes británicos así como la tendencia a pensar que las tribus afganas eran meras mesnadas salvajes fácilmente controlables por la política intervencionista y militar de la Compañía, llevaron a intervenir en el país y ocupar Kandahar, Jalalabad, Gazir y Kabul. William Dalrymple ahonda en la dificultad apreciada desde el inicio de la invasión en someter a un país plagado de tribus y clanes. La previa situación de tranquilidad en el reinado de Dost Mohammed hacía innecesaria semejante intervención a ojos de algunos británicos como el famoso Alexandre Burnes, agente estacionado en Kabul. Sin embargo, el miedo a la influencia de Moscú en la zona, la apuesta por Shuja Shah y la promesa de devolverle al trono afgano, formalizaron el inicio de la estancia británica en Afganistán y su posterior debacle.
Los intereses del Gobernador en India, conde de Auckland, la nefasta administración de MacNagthen en Kabul y la incomprensible elección de un enfermo y anciano Elphiston, como comandante en jefe de las tropas de la invasión, llevaron a cabo una intervención, plena de problemas y dificultades de principio a fin. Tras entrar en Kabul el 7 de agosto de 1839, la huída de Dost Mohammed y la entronización de Shuja Shah, Afganistán le costó a la Compañía mucho dinero, sangre, sudor y lágrimas. Si bien dominaban los grandes centros urbanos, los pasos, las pequeñas poblaciones y los campos eran campo de cultivo de rebeliones, emboscadas y guerrillas. Por otro lado la inicial ayuda de los Sijs de Rhanjit Sijh se desbarata tras la muerte de este al inicio de la invasión. La presencia británica en Kabul tuvo mal recibimiento por los afganos. El trato con los lugareños y los distintos clanes, la alteración del orden tradicional afgano en cuestión administrativa y tributaria, la difícil relación con las mujeres afganas y los intereses de las distintos tribus, entre otras cosas, no hizo más que complicar la situación. Además, los emplazamientos británicos en la capital fueron mal elegidos y la influencia de Shuja no era todo lo sólida que se pretendía.
En 1840 Dost Mohammed proclama la Yihad contra los invasores, pero será más adelante su hijo Akbar Khan quien liderará definitivamente la rebelión. En noviembre de 1841 la situación era ingobernable en Kabul. Burnes es asesinado y los emplazamientos británicos asediados. MacNagthen sigue sin reconocer la situación, lo que le terminará llevando también a la muerte. El 6 de enero de 1842, tras abandonar a Shuja Shah, la columna de militares y civiles; cipayos, europeos y afganos; hombres, mujeres y niños; sale de Kabul. Las consecuencias no hay más que leerlas en los libros de historia. El desastre de la columna será vengado meses después con la segunda invasión organizada para recuperar el prestigio perdido, pero tras el paso implacable de los occidentales, la historia se repetirá. Shujah será asesinado, Dost Mohammed será de nuevo el rey afgano y los barakzai liderarán el país. La historia muchas veces se define por su repetición. En sus últimos párrafos Dalrymple afronta el paralelismo, salvando ciertas distancias, existente entre aquella primera invasión británica en Afganistán, con las posteriores intervenciones de Rusia en 1980 o de EEUU y Gran Bretaña desde 2001. Las consecuencias terminan casi siempre siendo las mismas.
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