La primera novela de Guzel Yájina, Zuleijá abre los ojos, vio la luz en nuestro país de la mano de la Editorial Acantilado y desde entonces, ha sido uno de los libros más valorados por público y crítica, además de haber sido publicada recientemente su quinta edición. Pues bien, la pasada primavera se publicó de la mano de la mista editorial, su segunda novela, una magna y monumental obra de casi seiscientas páginas, en las que se condensa una dolorosa y durísima historia de muerte y esperanza, ambientada pocos años después de la Guerra Civil rusa.
Otoño del año 1923. Un joven oficial soviético es encargado de organizar un convoy ferroviario en la ciudad de Kazán. Su misión, trasladar a quinientos niños hambrientos, huérfanos o abandonados por sus padres, a la ciudad de Samarcanda, en Turkestán, al sur del país, donde se supone que la climatología y la lejanía de los territorios masacrados y yermos tras la guerra y las políticas de control y reparto del alimentación por parte del gobierno, proveerá un futuro menos incierto a aquella población indefensa y masacrada por el hambre y las enfermedades. Acompañado de una representante del departamento de la Comisión de la Infancia, de un viejo enfermero, un escuálido cocinero, los conductores de la locomotora y un grupo heterogéneo de mujeres al cuidado de los niños, el comandante Déyev cargará sobre sus espaldas la gran responsabilidad de mantener con vida a aquellas miserables vidas que han puesto a su cargo, a lo largo de los dos meses que durará el viaje.
La naciente Unión Soviética todavía arrastraba los sinsabores de una guerra civil, en un territorio en que el enfrentamiento de tan grandes dimensiones y las enfermedades habían masacrado a sus habitantes. Las granjas ardieron, los hombres fallecieron y el gobierno requisó los alimentos con el afán de redistribuirlos, sin tener en cuenta las consecuencias derivadas de ello, acrecentando el hambre en el país. Las enfermedades y el helado invierno provocaron la muerte de millones de personas y la incapacidad de alimentar a los supervivientes, en cuyo caso quedaban como los más damnificados los niños y niñas malnutridos, huérfanos y casi desnudos que vagaban por los campos y calles de todo el país. Los orfanatos no daban a basto, ni con personal ni alimentación. Ni siquiera la higiene ni la vestimenta gozaban de su presencia entre aquellos miserables seres a los que el gobierno de turno pretendía reunir y redistribuir vía ferrocarril a lugares menos castigados y más surtidos.
Uno de estos convoyes es el protagonista de la novela de la escritora Guzel Yájina, en una obra que recuerda en gran medida al viaje de Ulises en la Odisea o al Arca de Noé, en ese esmero por salvar la vida, buscar un destino mejor y reunir en ese viaje a quienes buscan, simplemente, un futuro mejor. En ese trayecto terrible y lleno de adversidades, desde el mismo momento de su organización, la autora nos presenta a unos personajes, sus protagonistas, que luchan en el pulso que se genera, entre cumplir su misión sin traicionar sus órdenes, y seguir los dictámenes de su corazón, a sabiendas que serán muchos los que se queden en el camino, y que habrá que jugarse la vida por llegar a la ciudad de Samarcanda. El desarrollo de la novela trasiega entre los más inmundo que acompaña la pobreza y desgracia de los ocupantes del convoy, y los empeños casi imposibles por llevar a buen puerto la misión. La inicial organización de aquel conjunto heterogéneo de vagones, llegados de diferentes lugares y utilizados en origen para diferentes usos, y el transporte desde el orfanato de Kazán al convoy, ya es un acto de pura tenacidad por parte sus promotores. Pero la autora no deja todo el éxito al hecho del esfuerzo de un hombre volcado en su misión. Yájina no quiere dejar de lado la esperanza y la existencia de amor y caridad, a lo largo de un periplo lleno de muerte, hambre y miedo. Esos momentos de piedad, a veces recibidas de donde uno menos se lo espera, por no dejar niños y niñas atrás, se va desmenuzando y deshaciendo conforme pasan las semanas. Pese a todo, siempre queda como destino llegar al calor y la luz de Samarcanda, aquella ciudad donde la promesa de vida, mejor dicho, de mera supervivencia, fija la vista de quinientas criaturas, con nombres y motes propios, aunque no todos los que lleguen sean los que salieron de Kazán.
Además a este periplo viajero, terrible en fondo y forma, se suma el viaje interior y personal del protagonista, el oficial Deyév. Un hombre con un pasado, Un pasado tan particular y terrible como los de sus compañeros de viaje, particularmente la de la férrea agente bolchevique Bèlaya. Sin embargo, sobre él pesa la responsabilidad de asumir una orden más allá del documento que porta y con el que más o menos, consigue fraguar la supervivencia del convoy y sus habitantes. Aquí es donde la autora consigue de mamera rotunda y profundamente humana, desmadejar las tripas de un personaje que lucha contra el destino y hace que los suyos le acompañen en su particular visión de cómo cumplir su misión, a pesar de todo y todos. Esa terrible roturación psicológica de cada uno de los protagonistas, particularmente de Déyev, convierte la odisea plasmada en las páginas de esta novela, en un monumental y cruel periplo literario, en el que se plasma el pulso entre el destino mortal, casi inevitable, de unos pocos e indefensos niños, y el esfuerzo denodado por apostar por la esperanza de mantenerles con vida y llevarles a destino. A pesar de su dureza, de la miseria plasmada, de los sinsabores implicados, de los mal olores sentidos, del helador ambiente y la putrefacción trasladada en sus páginas, el hilo de la esperanza y la lucha contra la adversidad, acompañada por la calidad literaria que transmite su autora, hace de este libro una apuesta segura, sin duda alguna. Eso si, una apuesta que puede provocar al lector heridas difíciles de cerrar.
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