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lunes, 2 de septiembre de 2024

"La escritura de los dioses" - Edward Dolnick

 

Poco se podían imaginar los soldados y oficiales napoleónicos destinados en el poblado de Rashid, en Egipto, allá por julio de 1799, que durante la reconstrucción de una fortificación, no solo iban a encontrar una gran losa de piedra de un metro veinte por un metro y tres cuartos de tonelada, llena de inscripciones, símbolos y signos extraños, sino que además, el teniente Pierre-François Bouchard, aficionado a la ciencia, en su interés por la pieza, cayó en la cuenta de que existían tres tipos de inscripciones aparentemente relacionadas entre sí. Acababan de encontrar la famosa y, desde entonces conocida, como la Piedra de Rosetta, la llave mediante la que se desentrañaría el inexplicable misterio de los jeroglíficos egipcios.

Edward Dolnick, redactor jefe de la sección de ciencia del estadounidense Boston Globe y habitual colaborador de otros destacados periódicos, desarrolla la larga y compleja aventura del descifrado de aquella peculiar y única gran losa, mediante la que el mundo lograría adentrarse en el misterioso y milenario universo de los faraones del Antiguo Egipto. Y lo hace introduciendo primeramente al lector en el momento histórico de la presencia de Napoleón y sus savants, un heterogéneo grupo de voluntarios, entre los que había médicos, matemáticos, cartógrafos, pintores, astrónomos, naturalistas, ingenieros y arquitectos, quienes le acompañaron en la conquista de Egipto. Con todo, entre ellos no había nadie que fuera egiptólogo, ya que todavía no existía aquella disciplina. Sin embargo, tras esta expedición y el descubrimiento de la pieza, esta especialidad se convertiría en una de las más apreciadas y seguidas de todos los tiempos.

Como cuenta el autor, copias de la losa circularon por toda Europa para que los investigadores y supuestos especialistas se sumergieran en su estudio. Dos nombres resaltaron en su trabajo sobre todos los demás. Por un lado, Thomas Young y por otro, Jean-François Champollion. A ambos no solo les separaba su nacionalidad, sino también su carácter, personalidad y método de estudio. Es desde este momento, en el libro que aquí reseño, que ambos científicos se enfrentan en una larga y compleja tarea por escudriñar el significado de los símbolos que contenía aquella losa, acompañados de las líneas escritas en un idioma irreconocible, y de las palabras plasmadas en griego, clave principal que ofrecería la llave del misterio. 

Fueron dos pistas principales las que llevaron al acierto en las investigaciones. Por un lado, el nombre propio Ptolomeo, reconocible en el texto griego con una serie de cartuchos que coincidían en número con la aparición del nombre de unos de los descendientes del que fuera compañero del gran Alejandro Magno. A partir de ahí y cayendo en continuos fracasos y algunos éxitos, poco a poco se fueron desentrañando, otros nombres propios como Cleopatra, Ramsés y Tutmosis, estos dos últimos claves al ser nombres ajenos al mundo griego y después, otras partes del texto. Por otro lado, y en este caso gracias a la perspicacia de Champollion, la relación del supuesto idioma de los antiguos egipcios con el copto, marcó ciertas pistas y caminos hacia la resolución del enigma. Sin embargo, la complejidad de la escritura del idioma, en un sistema mixto de sonidos iguales para distintas palabras y su plasmación en símbolos diferentes, así como el uso de palabras desconocidas, provocaron que el camino estuviera plagado de mil y una trampas. 

Champolion adelantó en su carrera particular a Young bastante pronto en el tiempo, aunque éste tomara con acierto las primeras pistas hacia su resolución. Sin embargo, Young era un animal científico activo y abierto a otros enigmas y misterios, mientras que el francés dedicó vida y alma a la la Piedra Rosetta. Tal y como nos cuenta Dolnick, el descubrimiento de lo que llamó Champollion jeroglíficos determinantes, es decir, aquellos cientos de signos que determinan el significado de muchas palabras, dando pie compartimentar las líneas interminables en que se constituían aquellas inscripciones que ocupaban todos los monumentos de aquella tierra, terminó por abrir de par en par el entendimiento de aquel misterioso idioma perdido en la inmensidad de los tiempos.

En este libro aparecen otros nombres que comparten esta gran carrera de fondo. Nombres de quienes con sus pequeñas pero importantes contribuciones, dieron pistas y datos claves para que Champollion, en su labor pausada, profunda y cauta, diera este gran paso en la historia. Tres aportaciones claves terminan por redefinir aquella misteriosa escritura: Lo crucial de la estética en su formación y desarrollo, el hecho de que su objetivo como lenguaje no fuera llegar a todo el pueblo egipcio y que su dificultad como idioma no es un producto de una evolución en el tiempo plagada de supuestos errores, sino más bien, una característica buscada. Un ejemplo de ello es que algunos jeroglíficos pueden representar uno, dos y hasta tres sonidos diferentes, dependiendo de su lugar y acompañamiento en el texto.

Todo esto y mucho más, queda explicado con pasión pero también con mucha seriedad y erudición, en un delicioso libro lleno de anécdotas, descubrimientos sorprendentes y fracasos determinantes, que llevarían a unos al olvido y a otros a la gloria. Recomendado para los apasionados de la historia de Egipto y de las preclaras mentes que han hecho crecer al ser humano en la civilización hasta nuestros tiempos.

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